lunes, 5 de marzo de 2012

"En la playa" por Manuel Rojas

Seguramente, hablar del mar no es ninguna novedad. Es algo tan viejo como la tierra y ha sido estudiado y navegado por miles de hombres. Sin embargo, su valor o su interés es siempre nuevo para el hombre. ¿Por qué? Miro el mar y cada vez que lo miro lo encuentro idéntico: el mismo color, las mismas olas, igual movimiento. Nada cambia en él, salvo cuando hay tempestad. Y, aun así, es igual, pues la tempestad es solo un agrandamiento del oleaje, nada más que un cambio de proporciones en su movimiento.

Entonces, ¿qué es lo que me lleva, lo que lleva a cientos de criaturas a pasar horas, horas contemplándolo? No lo sé.


¿Por qué el mar suscita pasiones en el alma de muchos hombres, pasiones semejantes a la pasión religiosa, a la pasión política, a la pasión científica? Hay seres que quieren ser marinos, así como otros quieren ser sacerdotes, directores de pueblos o sabios. ¿Por qué? Personalmente, siento que el mar anula mi personalidad y que me absorbe hasta un grado extremo. Cuando estoy frente a él no puedo hacer sino dos cosas: caminar o mirarlo. Imposible pensar abstractamente, imposible también pensar en cosas materiales. Por momentos siento que llegan hasta mi conciencia, como pequeñas olas silenciosas, algunos pensamientos acerca de problemas generales o personales; pero esos pensamientos desaparecen tan silenciosamente como llegan, no se prenden a mí, como en la ciudad.


Nuevamente ¿por qué? siendo el mar exclusivamente material, vivo, produce en el hombre algo como un trauma psíquico. Lo aturde, lo esteriliza como ser pensante, lo anula como ente de acción psíquica.


No sé si a los que viven toda su vida junto a él les suceda lo mismo. Puede que no, o puede que esta sensación mía sea exclusivamente mía. Pero miro la playa y la veo llena de seres tendidos, inmóviles, que parecen estar bajo el influjo de un anestésico espiritual. Y si se mueven, si andan, su movimiento o su marcha no tienen el aire de un movimiento o una marcha propia de un ser que piensa, no; es la marcha de un ser que vive una vida material. Caminan erguidos, marcialmente, gimnásticamente o corren lanzando gritos animales, sin sentido, que el ruido del oleaje apaga inmediatamente.


Frente al mar, y en traje de baño, ¡qué distinto es el hombre de la ciudad, el comerciante, el hombre de oficina, el médico, el obrero, el padre de familia! Desaparece ese aspecto de preocupación, ese aires de bueyes cansados que muchos tenemos en la ciudad. El mar parece limpiarnos de las menudas –y sin embargo, tan importantes- preocupaciones materiales y espirituales que nos dominan en Santiago.


¿Es esto lo que se llama descanso? Sin duda, lo es. Al llegar al mar, entramos en una zona de silencio y de paz. El mar nos domina, calma nuestros nervios más íntimos y apaga nuestros más angustiosos sentimientos. Miremos el mar, amigos, y gritemos y corramos detrás de los niños, andemos hasta cansarnos y olvidémonos de todo. El mar, que nos subyuga, también nos liberta. Gocemos de esta libertad, bajo este yugo tan maravilloso…